EL FEDERALISMO COMO NUEVO PASO NACIONALISTA HACIA EL INDEPENDENTISMO

En los anteriores artículos referidos a la cuestión territorial en España, he intentado, no sé si conseguido, clarificar que el único pueblo soberano es el español, sujeto último que debe decidir sobre la definición territorial e institucional de España, tal y como hizo en 1978; en segundo lugar, dentro de la consideración de nuestro Estado como descentralizado, he defendido su catalogación como Estado autonómico, observando tres factores esenciales: el carácter estatal de los Estatutos de Autonomía, diferente a la autonomía constitucional propia de los Estado miembros de un Estado federal; la inexistencia real de una Cámara de representación territorial en nuestro país, atendiendo tanto a composición como a sus funciones, institución que sí se observa en el sistema federal; y, en tercer lugar, a la falta de participación de nuestras Comunidades Autónomas en el proceso de reforma constitucional referido en el Título X de la Constitución, frente a lo que ocurre en el modelo federal.

Aparte de cuestiones académicas,  existen aplicadas a nuestra situación política, ciertas consideraciones que me hacen mostrarme contrario a la aplicación de esa taumatúrgica «solución federal».

En resumen, creo que el nacionalismo no quiere el federalismo tal y como lo entiende la doctrina y la práctica de los Estados democráticos actuales, sino que le sirve de excusa para la consecución del reconocimiento de su «Nación- cultural»  como «Nación-política» con derecho a constituir su propio Estado.

Ya he destacado que federalismo trae causa de foedus, término latino que viene a traducirse como pacto, como acuerdo. Si España se define constitucionalmente como federal, los nacionalismos lograrían argumentar, así, que fue por deseo de las diferentes partes, por lo que se acordó «el todo», el Estado, la Constitución y, en suma, un modelo de reparto territorial de poder. Y a contrario sensu, también, en base a ese foedus, a ese pacto, la parte puede decidir «salirse del todo» y constituirse per se en realidad estatal. O sea, que Cataluña (o Madrid, Galicia o Andalucía, ¿por qué no?) voluntariamente pactaron la Constitución de 1978 y, con ello, crearon la España  que conocemos, y por lo mismo, pueden cambiar de opinión. Es la diferencia entre el federalismo y nuestro clásico cantonalismo cartagenero que, recuerdo, se llevó por delante aquel teorizado federalismo «de arriba hacia abajo» de Pi i Margall.

No existe esa posible «solución federal» (que intelectualmente puede incluso ser adecuada), por que los variados nacionalismos, tanto «de derechas como de izquierdas» (y que me perdone el lector esta expresión reduccionista, de hemiplejía moral que calificase Ortega), han demostrado su carácter independentista y, por ende, anticonstitucional. Por eso, documentos como el presentado por el PSOE hace pocas  fechas abogando por un Estado federal o la tendencia seguidista del PP para atemperar a los denominados nacionalismos «moderados» (sic), se vienen demostrando inútiles desde hace varias décadas. No hay peor sordo que el que no quiere escuchar, salvados sean cortoplacistas cantos de sirenas electorales que nos han llevado a esta situación de embarrancamiento societario.

El nacionalismo es, lamentablemente, independentismo en España. Así lo proclaman sus líderes, por carta (por cierto, qué poco tacto el del Señor Mas, haciendo coincidir la misiva solicitando un referéndum independentista en pleno luto por el desgraciado accidente ferroviario), o en campo abierto…  Con chapela o con barretina; con violencia terrorista o sin ella…

Por eso abogo por el modelo autonómico, eso sí, racionalizado tanto en lo competencial como en lo presupuestario o en lo institucional. No nos hagamos trampa en el solitario, inventando términos o desvirtuando su significado. No perdamos la batalla de la opinión pública ni demos alas a un movimiento secesionista que, amén de intolerante, busca romper el principio de igualdad real y efectiva entre los ciudadanos, únicos sujetos activos y pasivos de derechos y de obligaciones cívicas desde la revolución francesa.

Vayamos por derecho. Sepamos cuáles son las reglas del juego y respetémoslas. Todos. Y los poderes públicos, y nuestros políticos, todavía más.

José Manuel Vera Santos es catedrático de Derecho constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.

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