Con motivo de la publicación del último barómetro del CIS, las páginas de los periódicos se han vuelto a llenar de reflexiones respecto a la visión de los ciudadanos sobre la realidad territorial española. Y es cierto que los datos permiten variadas interpretaciones, tanto si se estudian desde la globalidad nacional o se incide desde el encasillamiento de cada una de las Comunidades Autónomas. Así, por ejemplo, uno de cada cuatro ciudadanos encuestados considera negativa la existencia de las Comunidades Autónomas (el cuarenta por ciento en Murcia, ambas Castillas o Madrid); casi uno de cada tres españoles dejaría el sistema como está y, finalmente corre muy parejo el porcentaje de quienes creen que habría que disminuir o, por contra, aumentar el nivel competencial de las mismas (sobre el trece por ciento).

Mucho más llamativo resulta el dato, por raquítico, del número de españoles que consideran la posibilidad de que las Comunidades Autónomas pudieran convertirse en Estado independiente (no llegan al diez por ciento), bien que la desagregación por regiones conlleva que en Cataluña y el País Vasco, ese porcentaje aumente a uno de cada tres y uno de cada cuatro respectivamente. Separatistas y separadores, ambos extremos se recogen en tal diezmo, nunca mejor dicho, si de «diezmar» se trata la realidad constitucional actual.

Como el lector atento habrá observado, parto de los datos nacionales. Y ello es así por lógica política y constitucional: los asuntos esenciales que afectan a toda la comunidad, deben ser decididos por ella misma. Y la definición territorial de un Estado, de cualquier Estado, lo ha sido, lo es y lo será siempre. Quod omnes tangit ab omnibus approbari debet, decían nuestros clásicos. Es decir, que lo que afecta a todos, debe ser aprobado por todos. En terminología constitucional actual diríamos, sin temor a equivocarnos, que debe ser el pueblo español, residencia última de la soberanía, (art. 1.2 CE) el que debe pronunciarse en su totalidad, no pudiendo «individuo o sector alguno del pueblo arrogarse su ejercicio», como explícitamente recoge el tercero de los artículos de la Constitución francesa.

La teoría clásica destaca que cualquier Estado, también España, se basa esencialmente en tres elementos: pueblo, territorio y un poder soberano que, en democracia, siempre radica en el propio pueblo. Es lo que se conoce como soberanía popular, principio indiscutible desde su aparición rousseuniana, bien que hoy sea discutible para algunos que confunden deseos políticos con realidades democráticas.

A más a más ha de indicarse que en un régimen democrático las decisiones tendentes a cambiar, a modificar de una u otra manera las reglas del juego antes pactadas, deben ser llevadas a cabo siguiendo un procedimiento que todas las Constituciones recogen en su seno: el procedimiento de reforma constitucional.

Claro queda pues, que es la voz del pueblo español ( o del francés o del italiano) la que debe oírse. El resto de voces que componen el coro (en este caso las propias de las Comunidades Autónomas) hacen que el concierto resulte más o menos afinado, sin duda alguna, pero nunca pueden usurpar el papel de solista. Y el cómo implementarlo, el procedimiento constitucionalmente admitido, se recoge en el Título X de nuestra Magna Carta.

A esto añado un factor, creo que importante: el conocimiento. Si resulta que la definición territorial de un Estado, insisto también de España, constituye uno de los elementos esenciales de su realidad organizativa, parece básico comprender la taxonomía, la clasificación de los Estados al respecto.

Y aquí radica el quid de la cuestión: ¿sabemos los españoles de lo que hablamos, lo que significan conceptos tales como Estado unitario, autonómico o federal? Posiblemente tengamos una idea más o menos aproximada, bien que nuestros dirigentes no ayuden mucho. El lenguaje «políticamente correcto» lo impide, mucho más si «rizando el rizo» hablan de «federalismo asimétrico», clarísima contradictio in terminis, o incluyen, esa es otra, la Confederación como modelo de organización estatal, cuando ésta parte precisamente de la negación de los tres elementos básicos del Estado a los que aludíamos antes: pueblo, territorio y poder soberano. El ejemplo de la Unión Europea sería evidente a día de hoy.

Pues bien, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, que el CIS ha publicado tan sugerentes datos, voy a intentar en sucesivos artículos clarificar conceptos básicos que cualquier ciudadano debería saber, creo, para su toma de decisiones políticas y como argumentos en sus discusiones ¡…en el bar! ¡Que no sólo de fútbol vive el hombre!

Los lectores políticamente correctos quedarán quizás sorprendidos. Eso espero.

José Manuel Vera Santos es catedrático de Derecho constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos

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