Esta mañana el Presidente Rajoy desgranaba personalmente ante el Pleno del Congreso de los Diputados una serie de cuestiones tendentes a potenciar la transparencia en la vida pública y atajar los casos de corrupción. Desde el funcionamiento y financiación de los partidos políticos hasta la potenciación de la iniciativa legislativa popular, pasando por las referidas al ámbito procesal y penal o a la regulación de los altos cargos, estas propuestas, algunas de ellas muy concretas, otras pendientes de desarrollo normativo, pueden y deben ser valoradas de manera positiva.

Dejando claro lo anterior, sin olvidar tampoco que, lamentablemente, muchas de las mismas podían y debían haber consensuadas y aprobadas hace tiempo, perfeccionando así el sistema democrático y evitando la consiguiente desafección ciudadana, vuelvo a mostrar mi extrañeza ante la visión con la que muchos se enfrentan a la cuestión.

Me explico. Hace algunos días en un artículo referido a la mal denominada «cuestión catalana» argumentaba que la políticamente desafortunada e ilegal actuación del Presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña y de algunos de sus adláteres, no era un «problema» focalizado en el nordeste de España; antes bien era y es un tema, eminente y evidentemente, «español». Clamaba allí: «no es sólo Cataluña… es España» y reivindicaba un cambio de óptica a la hora de afrontar la cuestión, dotando así de protagonismo al sujeto que lo tiene, que no era otro que el pueblo español en su totalidad como depositario de la soberanía, y al Gobierno de España como garante institucional de nuestro Estado de Derecho que ha posibilitado la convivencia en paz y libertad, y el logro de unas altísimas cuotas de bienestar nunca conocidas en la historia de nuestro país, dicho sea de paso.

Pues bien, en el caso del análisis y las consecuencias de la corrupción política/económica/institucional, vuelvo a manifestar mi disconformidad con los planteamientos previos de la cuestión. Y es que de nuevo el árbol nos puede tapar la visión del bosque. He pensado siempre que la corrupción en las democracias occidentales, también en España, es una desafortunada consecuencia tanto de las lógicas imperfecciones del  propio sistema (ningún demócrata cree en la perfección del mismo, como obra humana que es, si bien lucha por su actualización y mejora cotidiana y permanente) como también de sus actores principales: los representantes políticos (sobre los ciudadanos de «a pie» también habría mucho que decir, pero no es el objeto de este artículo).

Lo que quiero decir es que la cuestión que tratamos no es «la corrupción» como algo esencial, básico, sustantivo, global. No es eso, parafraseando a Ortega. No podemos aludir a la corrupción como «sistema». La corrupción como sistema político e institucional ya sabemos cómo llamarla: marxismo, fascismo, populismo, integrismo islámico… Los mismos perros pero con distintos collares, créanme, negadores todos ellos de la libertad y de la dignidad personal y del ámbito decisorio y participativo del individuo. Creo, en fin, que los demócratas debemos incardinar todas esas medidas, aparte de otras más (muchas de ellas pertenecientes al campo de la educación, de la moral y de la ética de lo público y de lo privado), dentro, decía, de la perfectibilidad de nuestra democracia. Las mismas medidas en Corea del Norte, China o Irán no creo que fueran ni significativas ni creíbles.

La visión contraria, que algunos pretenden hacer valer, aprovechando el hastío general y una crisis económica y de valores evidentes, se basa en una identificación muy peligrosa en sus consecuencias prácticas: democracia occidental es igual a corrupción política y económica. Rompamos, pues, con la democracia, que es la causa de la corrupción. No comulguemos con esa rueda de molino. Sin negar que existe la corrupción y que hay que atajarla, que debería haberse atajado antes, yo creo en la democracia y en su capacidad de regeneración ¡Es precisamente la democracia, el Estado de Derecho, la única organización que lucha en serio contra la corrupción!

Como demócratas, reconozcamos las debilidades y errores del sistema que hemos creado y en el que somos protagonistas; como demócratas realicemos los cambios y perfeccionemos nuestro  marco convivencial; como demócratas pidamos cuentas a nuestros representantes de sus errores, andanzas o delitos cometidos y seamos consecuentes en nuestra actuación pública y privada; pero también como demócratas no olvidemos que la democracia está muy por encima de otros regímenes políticos; que nuestra España constitucional de este siglo XXI no es una dictadura; que no queremos fundamentalismos islámicos, regímenes bolivarianos, marxismos redentores o fascismos regeneradores.

Como demócratas, creamos en nosotros mismos. Creamos en la democracia.

José Manuel Vera Santos es Catedrático de Derecho constitucional en la Universidad Rey Juan Carlos

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