La institución de la reforma constitucional aparece en el constitucionalismo con la doble finalidad de aunar la necesaria estabilidad jurídico-política con la obvia y necesaria adaptación de la propia Carta Magna a los cambios sociales. No seré yo quien desdiga tanto al sentido común como a Rousseau, Jefferson o la propia literalidad de Constituciones como la francesa de 1793, en la que podemos leer que «un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras» (art. 28). La Constitución pues, como cualquier obra humana, no goza de infalibilidad y debe «aggiornarse».
Dando por cierto lo anterior, creo que para proceder a una reforma constitucional deben darse dos condiciones que no encuentro en la España actual. La primera de ellas es esencial: las reformas constitucionales deben nacer fruto del consenso político previo respecto a la cuestión a modificar. Es decir, que su nacimiento no puede ni debe ser debido a «fórceps políticos coyunturales», mediante mayorías excluyentes o artificiales que busquen más el cortoplacismo de sus necesidades políticas que la razón de Estado. En España, cualquier reforma constitucional debe contar, al menos, con el beneplácito de los dos grandes partidos que han venido articulando el binomio gobierno-oposición desde el logro del sistema democrático hace ya treinta y cinco años: Partido Popular y Partido Socialista.
En segundo lugar quiero aludir al momento, al tiempo en el que la reforma se sustancia. Obvio es decirlo: al igual que el artículo 169 de nuestra Constitución establece unas prohibiciones temporales en cuanto a la iniciativa de reforma -claramente insuficientes por otra parte-, volviendo a positivo dicha previsión, podemos colegir que cualquier reforma constitucional de relevancia debe hacerse en el momento «adecuado», con serenidad de espíritu y nunca vinculado a urgencias políticas a veces artificiales, verdaderas cortinas de humo que se levantan para oscurecer otros problemas mas pedestres.
Es decir, que el «qué» se quiere cambiar y el «cuándo» se produce resultan esenciales para poder abordar un proceso de reforma. Si atendemos al «porqué» – he ahí la cuestión-, cualquier reforma en la Constitución debe producirse por resultar necesaria para la convivencia, nunca para lograr parches momentáneos, mas debidos a la urgencia de políticos o partidos que a la verdadera necesidad de los ciudadanos.
Pero no es únicamente la falta de consenso y de la coyuntura temporal adecuada las que me llevan a pedir calma entre tanto ruido; considero, además, que nuestro Texto de 1978 no es la causa de la mayoría de las polémicas actuales: demasiada representación de los partidos nacionalistas/independentistas en el Congreso de los Diputados, reparto competencial y fiscal, desmadejamiento del Estado autonómico… No es la Constitución si no las leyes de desarrollo, la jurisprudencia constitucional y nuestros políticos los que «pintan» un cuadro cuyo marco -la propia Constitución- es precisamente el que reconduce a cierto orden los desmanes grotescos de una política actual tan de vuelo gallináceo que causaría sonrojo si no fuese tan grave en sus consecuencias convivenciales.
José Manuel Vera Santos
Catedrático de Derecho constitucional en la Universidad Rey Juan Carlos