Dejando a un lado discusiones formales como, por ejemplo, la presencia del Presidente del Gobierno en lugar preferente o a la fórmula del juramento utilizada, cuestiones ambas que se resuelven leyendo los artículos 64 y 61 de la Constitución, referidos al necesario refrendo de los actos del Rey y la literalidad exigida del juramento regio, lo verdaderamente relevante del discurso de Su Majestad el Rey Don Felipe VI el día de su proclamación, ha sido su encaje en las previsiones constitucionales. Él mismo se ha definido como Monarca constitucional y ha predicado con el ejemplo en un día que ha supuesto el fin del proceso de la transmisión de la Jefatura del Estado desde la mayor de las normalidades institucionales, algo inédito en nuestro constitucionalismo.

Toda su alocución, de principio a fin, ha venido discurriendo por lo previsto en el artículo 56 de la Constitución en el que se establecen sus funciones genéricas como Jefe del Estado dentro de una Monarquía parlamentaria: símbolo de la unidad y permanencia del propio Estado, árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones, así como máximo representante de España en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica.

Unidad y permanencia de España a la que ha aludido en reiteradas ocasiones, tanto refiriéndose a la historia como a la actualidad de ese proyecto sugestivo de vida en común tan manido como poco defendido en nuestra cotidianeidad cultural y educativa, clave de bóveda de la problemática secesionista en la que nos encontramos, dicho sea de paso.

 Arbitraje y moderación de las instituciones que, de una parte, le ha llevado a reflexionar sobre el respeto al principio de la separación de poderes, marco básico de las tareas de un Rey que nunca debe gobernar pero sí reinar: nunca debe saltarse su marco funcional, pero sí «animar, advertir y ser consultado», en clásica formulación. De ahí que en su discurso únicamente advierta, anime, reflexione sobre temáticas variadas: desde el medio ambiente a las nuevas tecnologías; desde el emprendimiento empresarial a las dificultades por las que atraviesan los ciudadanos en paro; desde la presencia e importancia de la mujer, a la relevancia de la cooperación internacional. Y todo ello, de manera impecable, sin inmiscuirse en ese lodazal en que algunos han convertido la política cotidiana.

Y qué decir de sus referencias al ámbito internacional: desde la problemática general (la paz, la cooperación, el medio ambiente…) hasta las relaciones internacionales, especialmente con Iberoamérica, esa comunidad histórica a la que se refiere el artículo 56 antes citado.

Para alguien que, como yo, cree que las formas y el fondo van de la mano, poco más que aseverar que la proclamación de Felipe VI ha sido impecable. Irreprochable en su austeridad, quizás «demasiado franciscana»; intachable en su mensaje, apuntando al futuro, partiendo del entendimiento, de los valores de concordia y de consenso ejemplificados en su padre el Rey Juan Carlos y en la etapa de la transición. Pulcro en su corrección y en su compromiso con España, una gran Nación a la que admira y en la que cree, y con los españoles, cuyos éxitos le reconfortan y cuyos fracasos comparte. Inteligente en el uso de unas lenguas cooficiales que nunca deben utilizarse como elementos de fractura social, antes bien como símbolos efectivos de la riqueza cultural de todos…

Impecablemente constitucional, como corresponde a un Rey que va a hacer de la integridad, de la honestidad y de la transparencia, los pilares del reinado de «una Monarquía renovada para un tiempo nuevo», exponente fiel de una nueva generación que debe afrontar los actuales retos para la actualización de la convivencia. Como reza el escudo de mi Universidad “non nova, sed nove”. Así es, y debe ser, la actuación regia: sin resultar nueva, sí ha de realizarse de manera renovada. Eso sí, siempre, estoy convencido, como expresase Don Juan, su abuelo, «por España; todo por España; Viva España».

Así podremos también los españoles completar aquella frase con el correspondiente «Viva El Rey». Un Rey, sí, impecablemente constitucional.

José Manuel Vera Santos

Catedrático de Derecho Constitucional

Universidad Rey Juan Carlos

 

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